En la década de 1820, el gobierno británico decidió que era hora de poner fin al juego del gato y el ratón que mantenían sus recaudadores de impuestos con los destiladores escoceses e irlandeses. En ese momento se confiscaban unos 10.000 alambiques ilegales cada año y más de la mitad del whisky que se consumía en Escocia no pagaba impuestos.
Desde hacía un siglo, las autoridades buscaban una forma eficaz de gravar la producción de alcohol, tarea en la que no habían logrado grandes éxitos. El único resultado aceptable había sido el impuesto de la malta de 1660. Ante la imposibilidad de localizar todas las pequeñas fábricas y destilerías que operaban en el país, se vio que lo más sencillo era controlar los lugares en los que se producía su ingrediente base. Las malterías, dada su dimensión, eran más fáciles de supervisar. Además de estar obligadas a pagar una cierta cantidad por bushel o fanega de malta, los fabricantes tenían que cumplir una serie de normas que regulaban los tamaños de sus instalaciones y la obligación de avisar al oficial de impuestos entre 24 y 48 horas antes del remojado del grano —la primera fase del malteado— .
Este impuesto de la malta contribuyó a financiar obras públicas y guerras, pero incrementos desproporcionados en ciertos momentos causaron malestar en la población, generando revueltas como las que se vivieron en 1725. El 23 de junio de ese año, las calles de Glasgow se convirtieron en un campo de batalla a causa de la extensión de los impuestos ingleses sobre la malta a toda Escocia, una medida que afectó gravemente a los cerveceros escoceses y elevó el precio de la cerveza para el ciudadano medio, una bebida cuyo consumo se había recomendado como una alternativa más segura al agua o a las nefastas consecuencias que traían consigo la ginebra y el whisky, espirituosos que se habían popularizado a principios del siglo XVII.
Al igual que el malteado, elaborar cerveza con cierta calidad requería equipo voluminoso y considerable espacio para la maduración, por lo que difícilmente se conseguían evadir los impuestos. La destilación era mucho más sencilla: con una olla, un serpentín, un saco de malta y un riachuelo cercano se podía producir un lote de whisky durante una noche sin tener que pagar ninguna tasa. Los primeros impuestos sobre el whisky escocés se introdujeron en 1644, lo que había provocado la aparición de la destilación clandestina, pero fueron las tasas de la malta de 1725 las que llevaron la actividad a cotas inimaginables.
En las décadas siguientes se buscaron diferentes formas de solucionar el problema. Quizá la más recordada sea la del pago de 5 libras a cualquiera que denunciase un lugar en el que se estaba destilando ilegalmente. Los inspectores no tardaron en darse cuenta de que eran los propios clandestinos los que denunciaban su equipo viejo y usaban el pago para renovarlo, retomando la actividad en otro lugar.
El continuo incumplimiento de la ley finalmente llevó al duque de Gordon —en cuyas extensas tierras se producían masivamente whiskies ilícitos— a plantear en la Cámara de los Lores que la única forma de acabar con el fraude era convertir en rentable la producción legal de whisky. El resultado fue la «The Excise Act» de 1823, mediante la cual cualquier destilador clandestino podía legalizarse abonando una licencia de solo diez libras y un pago fijo por galón de whisky producido.
El resultado fue mucho mejor de lo esperado. La mayoría de los ilegales se acogieron a la norma y en menos de una década la actividad se había normalizado, surgiendo grandes destilerías comerciales en lugares en los que previamente se había producido alcohol a la luz de la luna.
«The Excise Act» también sirvió de modelo para posteriores impuestos especiales a otras bebidas, sobre todo en la llamada «Free Mash-Tun Act» de 1880. Al igual que con el whisky, esta ley trasladaba el énfasis impositivo de la malta a la cerveza. En lugar de un impuesto sobre los ingredientes, el cervecero debía pagar una licencia de elaboración razonable y pagar por lo que realmente producía.