En 1789, solo diez años después de que en Inglaterra se hubiese instalado la primera máquina de vapor en una cervecería, estalló la Revolución Francesa, un evento que cambió el mundo tal como se conocía hasta entonces.
La cerveza no permaneció al margen de este episodio capital, afectándole los cambios que llegaron con el derrumbe del antiguo régimen y la instauración del gobierno republicano.
En un entorno de desigualdad social e injusticias flagrantes, en muchos casos el gobierno absolutista de un monarca que se creía designado por Dios concedía privilegios de cultivo de cereales, elaboración o comercio de cerveza de forma aleatoria. Incluso las tasas que debían pagar aquellos súbditos que producían cerveza dependían de arbitrarias decisiones reales.
La desigualdad más flagrante en el sector se vivía entre cerveceros seglares y religiosos. Al pertenecer los segundos a un estamento que controlaba la cuarta parte de la superficie de Francia, cobraba diezmos y estaba exonerado del pago de impuestos, tenían un poder inimaginable.
En mayo de 1789, mientras Luis XVI luchaba por controlar una crisis financiera causada por los costos de apoyar la Revolución Americana y la imposibilidad de gravar adecuadamente a la nobleza francesa, el rey había convocado una reunión del antiguo parlamento de Francia, los Estados Generales.
El hartazgo por esas desigualdades se unieron a un situación de crisis económica sin parangón desembocaron en la toma la Toma de la Bastilla, la promulgación de leyes más justas y finalmente la abolición de la monarquía. En ese entorno de cambios también se suprimieron los privilegios arraigados de estamentos y colectivos, así se asistió al fin del monopolio del gremio de toneleros en la fabricación de barriles y se legislaron las importaciones de cerveza.
La Iglesia vio cambiar su estatus de forma drástica. Bajo la llamada “descristianización” no solo se confiscaron todas las tierras y bienes de la Iglesia con el fin de garantizar la estabilidad de la nueva moneda revolucionaria, también se destruyeron numerosos lugares de culto, entre ellos los monasterios.
Desde la Edad Media los monasterios franceses habían sido uno de los principales centros de producción de cerveza. Además de la pericia y la paciencia para elaborar buenas recetas, los monjes también disponían de vastas tierras que arrendaban para el cultivo de cebada y lúpulo.
En 1793, la promulgación de una ley que condenaba a muerte a todos los religiosos que no prestasen juramento de fidelidad al régimen, junto a la mencionada destrucción de las abadías hizo que muchos monjes abandonasen los hábitos o tuviesen que escapar a países vecinos. Así, Dom Augustine de Lestranges, abad de La Trappe, huyó con sus monjes a Suiza y a Rusia.
En su diáspora, los religiosos de Sainte Marie du Mont des Cats se llevaron sus recetas cerveceras. Eligieron Bélgica como lugar para establecer nuevas comunidades y con ellas nuevas fábricas de cerveza. Sin duda, la llegada de monjes a Bélgica influyó en la formación de la escena actual en la que las Cervezas Trapenses gozan del más alto estatus. No solo eso, contribuyeron a la diversificación de estilos, a la profesionalización de la actividad y a la consolidación de los estudios en la materia.
Al mismo tiempo, en Francia, algunos de los monjes que habían colgado los hábitos comenzaron a elaborar cerveza de forma comercial. Otro colegas cerveceros aprovecharon el vacío de poder -y todo lo que implicaba no estar sometidos a la nobleza y el clero- para relanzar sus negocios. La actividad prosperó y un siglo después de la Revolución en el país estaban censados unos mil productores locales.
De los cerveceros comerciales de la Revolución, el más conocido fue Antoine- Joseph Santerre, propietario de una próspera fábrica en St Antoine, el barrio más industrializado de París. Santerre se unió a los revolucionarios en los primeros momentos y dirigió el destacamento de la Guardia Nacional encargado de detener y llevar a la guillotina a Luis XVI. Durante el tiempo en el que el cervecero estuvo en la milicia su fábrica continuó produciendo, destinando mucha de la cerveza de forma gratuita a sus soldados y a la “población patriótica”. Ese acto de generosidad le valió un gran reconocimiento y una importante rebaja de los impuestos.
En los tiempos modernos los únicos monjes que desarrollaron una actividad cervecera reseñable fueron los de la abadía de Sept-Fons en el centro de Francia, que detuvo la producción en 1935.
Del pasado cervecero monacal francés previo a la Revolución apenan quedan vestigios en forma de etiquetas que usan nombres de monasterios – Abbaye de Vaucelles o Saint Landelin serían algunos ejemplos- y alguna que otra etiqueta producida bajo contrato para abadías que necesitan una inyección de fondos -Mont des Cats-.