HACE 100 AÑOS: EL GOLPE DE ESTADO DE LA CERVECERÍA
En una realidad alternativa más afortunada, quizá Adolf Hitler se convirtió en pintor de acuarelas en Austria. Su arte, sin ser especialmente destacable, gozó del favor del público y libró a la humanidad de uno de sus capítulos más siniestros.
Rechazado por la Academia de Bellas Artes de Viena, tras un período de extrema pobreza, Hitler se trasladó a Múnich. En la capital bávara se alistó en el ejército alemán al estallar la Primera Guerra Mundial, y a ella regresó una vez fue desmovilizado, vinculando sus cervecerías con esta etapa de su vida.
El punto álgido de esa relación se produjo el 8 de noviembre de 1923. Ese día, Adolf Hitler y su incipiente Partido Nacionalsocialista hicieron un intento de tomar el poder en Baviera con el objetivo de poner contra las cuerdas a la República de Weimar.
El epicentro de ese golpe de estado que acabaría pasando a la historia como “el putsch de la cervecería” estuvo en las grandes tabernas muniquesas, locales en los que Hitler se había ganado una gran reputación como orador en los años posteriores al armisticio.
Todo comenzó en la Bürgerbräukeller, una de las cervecerías más grandes de Múnich en aquellos momentos. Fundada en 1885, la fábrica —propiedad de la Löwenbrauerei— contaba con una taberna en el distrito Haidhausen con capacidad para 1.830 personas, lo que la había convertido en un lugar popular para eventos políticos durante la República de Weimar. Las crónicas de la época cuentan que Hitler llegó al local acompañado de sus colaboradores más estrechos: Hermann Göering, Rudolff Hess y Alfred Rosenberg, así como de un grupo de miembros de las SA, el grupo paramilitar germen de las futuras SS.
En ese momento estaba pronunciando un discurso Gustav von Kahr, el gobernador de Baviera; un personaje que, si bien compartía algunos postulados con los nacionalsocialistas, para estos era uno más de los que habían consentido la humillación de Alemania en el Tratado de Versalles. Los nazis pidieron una ronda de cervezas mientras simulaban atender al discurso de von Kahr, pero Hitler no tardó en subirse a una silla, arrojar su jarra contra el suelo, sacar una pistola y declarar la revolución.
Fue el inicio del intento de golpe de estado. Al mismo tiempo, otro grupo de las SA asaltaba los cuarteles del ejército, los de la policía y tomaban varios rehenes, entre ellos el comisario de Baviera. Tras esto, unos 2.500 miembros del partido nazi marcharon hacia el Ayuntamiento de Múnich, donde se les unió Hitler y el grupo de la Bürgerbräukeller, al igual que varios miles de simpatizantes. La intención era tomar el Ministerio de Defensa bávaro y dar forma política al golpe, declarando a Baviera estado libre y extendiendo la «revolución nacional» por toda Alemania hasta tomar Berlín.
Hitler y los suyos se inspiraban en una acción similar que había llevado a Mussolini y a los camisas negras al poder en Italia solo un año antes. Para su desgracia, el putsch fue frenado frente al monumento a los caídos de Múnich. Policía y tropas leales a la República de Weimar dispararon contra los rebeldes que se vieron obligados a huir.
Hitler y algunos de sus más estrechos colaboradores consiguieron escapar, pero tras dos días de huida fueron detenidos. El proceso judicial –calificado como una farsa, al ser el juez un conocido simpatizante nazi— duró casi un mes y pese a la acusación de rebelión y haber contribuido a la muerte de varios policías, Hitler fue condenado a cinco años de prisión de los que solo cumpliría nueve meses. Fue tiempo suficiente para escribir su tristemente conocido Mein Kamf, páginas de las que saldrían nefastas ideas que desencadenarían una guerra sangrienta y asesinatos masivos.