El húngaro Joseph Pulitzer es la prueba de que una vocación frustrada puede servir de acicate para
una nueva carrera exitosa en otro campo. Rechazado por el ejército imperial austríaco por su mala
visión, su ardiente militarismo lo llevó a Estados Unidos, donde, además de combatir en la Guerra
Civil, se convirtió en millonario gracias a la edición de periódicos sensacionalistas. Quizá buscando
ser recordado por algo mejor, Pulitzer dejó un jugoso fondo económico a la Universidad de Columbia
para que gestionase los premios periodísticos que llevan su nombre.
En la historia de Mike Royko podemos encontrar algunos puntos en común con Pulitzer. Hijo de una
polaca y un ucraniano, tras su paso por las Fuerzas Aéreas y participar en la Guerra de Corea, se
convirtió en uno de los columnistas más exitosos de Estados Unidos. Duro, cínico, humorístico,
siempre compasivo con los débiles y tremendamente prolífico, este nativo de Chicago escribía desde
mediados de la década de 1960 una exitosa columna diaria en el Daily News de Chicago. Como
cualquier redactor satírico, Royko tenía que buscar temáticas atractivas cada día, algo que implica
diseccionar infinidad de aspectos de la vida cotidiana. Lógicamente, la cerveza no escapó a su pluma.
En la columna publicada el 22 de mayo de 1973, Royko había generado una gran polémica entre los
cerveceros estadounidenses al asegurar que «independientemente de la etiqueta o el eslogan que
usasen, todas las cervezas del país sabían cómo si el proceso secreto de elaboración implicase
pasarlas a través de un caballo». El símil era una forma elegante de decir que la cerveza
estadounidense era horrible y que se había ganado por derecho su apodo de “orina de caballo”.
En los meses siguientes, el Daily News siguió recibiendo críticas de fabricantes y consumidores que
tachaban al columnista de antipatriótico y lo invitaban a irse de Estados Unidos o a beber otra cosa.
Acostumbrado a las polémicas, la respuesta de Royko llegó en un nuevo texto publicado hace ahora
50 años.
El 10 de julio de 1973, el periodista informaba a sus lectores que el fin de semana anterior había
realizado una cata a ciegas en la que 11 personas habían probado 22 cervezas que se
comercializaban en el país, entre ellas algunas importadas. Los catadores, habían probado las
cervezas sin saber qué marcas eran, calificando cada una desde un único punto (apenas bebible)
hasta 55 puntos (magnífica).
La lista estaba encabezada por la Pilsner alemana Wurzberger, que acreditaba 46,5 puntos; el
segundo lugar lo ocupaba la histórica Pale Ale inglesa Bass; y en una digna tercera posición —
empatada a 45 puntos con Bass— estaba la Point Special, una Lager fabricada por la cervecería
Stevens Point de Wisconsin que vio cómo se incrementaron sus ventas inmediatamente. Ninguna
de las grandes marcas estadounidenses terminó en el top 10. Budweiser, por ejemplo, el buque
insignia Anheuser-Busch, la mayor cervecería del país, ocupaba en último lugar, con 13 puntos;
Schlitz, por aquel entonces producida por la segunda cervecera de Estados Unidos, estaba solo justo
por delante, acreditando unos escasos 18,5 puntos.
Si analizamos esa lista sorprende encontrarse con que la “checoslovaca” Pilsner Urquell solo obtuvo
23 puntos, pero en su profesionalidad Royko aclaró que las cervezas importadas estaban en
desventaja. «La cerveza pierde sabor si está demasiado tiempo en las estanterías. Y las cervezas
extranjeras deben enviarse desde muy lejos y no se venden en las tiendas tan rápido como las marcas
estadounidenses más populares. Esto podría explicar por qué a Pilsner Urquell, considerada por la
mayoría de los maestros cerveceros como la mejor del mundo, le fue tan mal», comentaba Royco.
La columna está repleta de ironía y es un magnífico texto periodístico que todavía hoy es referente
para muchos escritores. Su repercusión fue enorme, en gran parte gracias al protagonista inicial de
nuestra historia. En 1972 Royko había recibido el Premio Pulitzer, lo que facilitó que sus columnas
fueren sindicadas a decenas de periódicos del país, lo que le proporcionó una audiencia millonaria y
lo convirtieron en uno de los periodistas más populares de su generación. No estaba nada mal para
un chico de barrio que había crecido encima de una taberna.

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