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El 8 de enero de 1824, a pesar de la oposición de algunos de sus colegas, Michael Faraday fue admitido en la Real Sociedad de Londres para el Avance de la Ciencia Natural, la sociedad científica más prestigiosa del Reino Unido y una de las más antiguas de Europa. 

 

En contra de esta decisión se manifestó de forma destacada el que había sido su mentor, el químico Sir Humphry Davy, quien no solo no perdonaba a Faraday haberse independizado como científico, sino que, influenciado por los rancios cánones de la clasista sociedad británica del momento, lo veía como un advenedizo; un arribista que aspiraba a encontrar su lugar en un estamento generoso de títulos nobiliarios al que debería tener vetado su acceso.

 

Hijo de un herrero, el interés por la ciencia prendió en Faraday a muy corta edad. Fue durante su formación como encuadernador en el taller de un librero. Allí, muchas veces a escondidas, leyó todos los volúmenes de materias como la física, la química e incluso la filosofía. Complementó esa formación autodidacta con conferencias, cautivándole especialmente las del mencionado Davy, a quien rogó ser su ayudante, algo a lo que este accedió impresionado por la capacidad de aprendizaje de alguien cuya única educación formal había sido la lectura, la escritura y la aritmética. Además de eso, el Sir supo apreciar la locuacidad del aspirante y pensó que alguien así le vendría muy bien como soporte en sus frecuentes conferencias.

 

Los problemas no tardaron en aparecer cuando Faraday comenzó a experimentar por cuenta propia, sobrepasando con sus descubrimientos a la mayoría de los científicos de la década de 1820. Por esa época logró un hito sin parangón al conseguir demostrar que un imán ejercía una fuerza sobre un cable por el que circulaba una corriente eléctrica. Lo hizo sumergiendo un alambre de hierro en un recipiente lleno de mercurio en el que había introducido el imán. Los asistentes vieron sorprendidos como el alambre comenzaba a rotar alrededor del imán en cuanto se le suministraba una corriente eléctrica desde una batería química al otro extremo. La teoría no era suficiente para Faraday, que diseñó dos aparatos que todavía hoy en día, en pleno auge de la movilidad híbrida, están considerados los primeros motores eléctricos de la historia.

 

No podemos olvidarnos del resentido Sir Humphry. Aunque a final de su vida, reconoció que «su mayor descubrimiento científico había sido Michael Faraday», en ese momento, celoso por la atención que recibía su discípulo, lo ninguneó, relegándolo a impropias funciones como la de ayudante de cámara durante sus giras por las universidades y centros de investigación del continente europeo. Fue una ocupación que Faraday asumió con el estoicismo que caracterizaría su vida.

 

Hasta aquí tenemos una historia bastante frecuente en la parte más oscura de la competitividad científica en la que, aparentemente, no encontramos ninguna relación con la cerveza. Era algo que estaba a punto de cambiar ese 1824.

 

 

LA PRIMERA CERVEZA FRÍA DE LA HISTORIA

 

Gracias a la mencionada admisión en la Real Sociedad de Londres para el Avance de la Ciencia Natural —más conocida como Royal Society— y a su posterior nombramiento como director del laboratorio de la Royal Institution de Londres, Faraday pudo trabajar con la tranquilidad que le proporcionaba una salario fijo y medios con los que nunca había soñado. Además de a sus especialidades en el campo de la electromagnética, el diamagnetismo y la electrólisis, el científico abordó un tema tangencial que le interesaba especialmente: la producción de frío de forma artificial.

 

Tomando como base las investigaciones del químico William Cullen que en 1748 había logrado producir hielo mediante la vaporización a la atmosfera de éter etílico —un método que fue abandonado por su peligrosidad, al provocar explosiones–, Faraday experimentó con la licuefacción de gases, consiguiendo demostrar que la compresión y la expansión de gases podían producir un efecto de enfriamiento. Entre otros gases, Faraday licuó el amoniaco y el dióxido de carbono, y construyó la primera máquina operativa de laboratorio que consiguió mantener refrigerada una estancia.

 

Este descubrimiento recibió inmediatamente la atención de la industria cervecera más puntera. Esos pioneros de la aplicación de los métodos científicos a la elaboración animaron a otros investigadores como Nicolas Léonard Sadi Carnot, Oliver Evans —el primero en diseñar un sistema de refrigeración por compresión de vapor— o Jacob Perkins a buscar aplicaciones prácticas viables para una actividad que seguía dependiendo de la naturaleza y la climatología para el suministro de hielo.

 

Perkins presentó en 1834 una patente de un aparato para producir hielo y enfriar fluidos utilizando éter. Con ella obtuvo cierto éxito, pero no sería hasta mediados de la década de 1870 cuando el alemán Carl von Linde logró un sistema plenamente eficaz que convirtió en inmensamente ricos a los cerveceros muniqueses que patrocinaron sus trabajos. Linde también consiguió, seguramente sin buscarlo, que las Lagers de la Escuela Cervecera Centroeuropea fuesen a partir de entonces el estilo preponderante en el planeta.

 

Mientras tanto, Michael Faraday prefirió seguir trabajando en su laboratorio e incrementar su extensa lista de descubrimientos, pero siempre reservando tiempo para la divulgación. Lo hacía especialmente en Navidad y Año Nuevo, período en el que instauró unas charlas para transmitir su pasión por la ciencia a los jóvenes de las clases más populares. De esas Christmas Lectures saldrían algunos científicos que contribuirían a elevar el estatus de la cerveza. Sin duda, no está nada mal para el hijo de un herrero.

 

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