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En la portada del número 4225 del diario parisino Le Temps comenzaba a publicarse serializado el que está considerado uno de los más importantes relatos de viajes modernos. Ese miércoles 6 de noviembre de 1872, los lectores iniciaban un apasionante viaje que terminaría el domingo 22 de diciembre de ese mismo año. Durante treinta y siete capítulos acompañarían al caballero inglés Phileas Fogg en su alocada apuesta para demostrar que era posible dar la vuelta al mundo en ochenta días.

 

Con Le Tour du monde en quatre-vingts jours, Julio Verne daba una vez más muestra de su dominio de la narración, pero sobre todo de su maestría a la hora de reflejar los avances técnicos y mostrar con exactitud la sociedad del momento. El relato comienza en un Londres de clase alta en el que Phileas Fogg comparte sus ratos de ocio —la práctica totalidad del día– en el Reform Club, una exclusiva sociedad situada en la londinense Pall Mall Street que por aquel entonces contaba entre sus socios a notables cerveceros; representantes del poderío económico que tenía la industria de la India Pale Ale y la Porter. 

 

La prueba de esa privilegiada situación la tenemos en la propia narración de Verne: el grupo de rivales de Fogg está formado por los banqueros John Sullivan y Samuel Fallentin, el ingeniero Andrew Stuart, el director del Banco de Inglaterra Gauthier Ralph y el cervecero Thomas Flanagan, quien ante el escepticismo de que sea posible la hazaña de Fogg se muestra como uno de los más interesados en aceptar la apuesta de 20.000 libras.

 

La obra de Verne es un excepcional relato del avance del transporte en el siglo XIX, especialmente del ferrocarril: Fogg parte de su domicilio en el número 7 de Savile Row apenas con una muda, pero no olvida una copia de la Bradshaw’s Continental Railway Steam Transit and General Guide, un volumen que recoge todos los horarios de los trenes del momento acompañados de una breve descripción de los lugares por los que circulan. Por supuesto, el barco a vapor es igualmente importante. El Canal de Suez se había inaugurado solo tres años antes, reduciendo considerablemente la distancia entre Europa y el sur de Asia, evitando tener que bordear África y el cabo de Buena Esperanza. 

 

El puerto del canal, que a la postre contribuiría al declive de la India Pale Ale al hacer “innecesario” un estilo concebido para las largas travesías marítimas, es una de las primeras paradas de Fogg y su criado francés Passepartout –Picaporte en la edición española— que toman el vapor Mongolia desde Brindisi. A bordo del Mongolia, ya camino de Bombay, Passepartout y el detective Fix de Scotland Yard dan cuenta de unas pintas de IPA. 

 

Considerada por algunos una loa al talento y a la voluntad de acero de los británicos, La Vuelta al Mundo en Ochenta Días no está exenta de críticas al narcisismo victoriano y a los aspectos más oscuros del Imperio. Es precisamente en las detalladas descripciones de los funestos fumaderos de opio de Hong-Kong donde encontramos una de las menciones más detalladas a la cerveza presentes en la obra. 

 

Verne describe al lector una taberna de aspecto muy atractivo ocupada por una treintena de clientes: «Los unos vacían pintas de cerveza inglesa, Ale o Porter, los otros, licores alcohólicos, gin o brandy».  No es la única, la obra es especialmente rica en menciones a alimentos y “especialidades culinarias”, apareciendo la cerveza en alguna ocasión más. 

 

En la estancia en el Hotel Internacional de San Francisco se lee: «La planta baja del hotel estaba ocupada por un gran bar, una especie de buffet libre abierto a todos los transeúntes, que podrían comer cecina, sopa de ostras, galletas y queso, sin sacar sus carteras. Sólo se pagaba por la Ale, la Porter o el Jerez que se bebía».

 

Esta práctica, que le parecía «muy americana» a Passepartout y que acabaría convertida en algo habitual en resorts de todo el mundo, es solo una muestra del atractivo de una obra que ha envejecido con elegancia y dignidad. Este aniversario es una buena ocasión para regresar a ella o descubrirla.