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Un 26 de agosto de hace 300 años fallecía el que está considerado el padre de la microbiología y un  personaje que, sin buscarlo, tuvo una importancia capital en la aproximación científica a la  elaboración de la cerveza. 

 

Antoine van Leeuwenhoek era miembro de una familia de Delft, en los Países Bajos, que se dedicaba  a la fabricación de cestas. Su madre, Margaretha, era hija de Jacob Sebastiaanszoon Bel van den  Berch, un prominente cervecero de Delft que había conseguido emparentar a sus hijos con otras  familias holandesas de igual prestigio. 

 

Antoine desempeñó diferentes oficis con diversa fortuna, destacando en el comercio de telas en  Ámsterdam, donde entró en contacto con el instrumento gracias al que pasaría a la historia. 

 

Los comerciantes textiles de Flandes y los Países Bajos usaban desde principios del siglo XVII una  lupa montada sobre un soporte para analizar la calidad de los tejidos. Antoine vio las enormes  posibilidades de las lentes y abrazó la microscopía con fervor, dedicando a la observación —y a anotar  sus conclusiones, llegando a contratar un dibujante para que las pasase al papel— todo el tiempo  libre que le permitían las diferentes ocupaciones con las que se ganaba la vida. 

 

Lamentablemente, los microscopios de la época eran demasiado rudimentarios para los objetivos  que perseguía van Leeuwenhoek, de ahí que decidiese formarse en el pulido y soplado de vidrio y en  el trabajo con los metales hasta llegar a conseguir medio millar de aparatos sorprendentes para la  época.  

 

Ese aprendizaje autodidacta también lo aplicó a la observación y pese a carecer de formación, sus  logros fueron extraordinarios, recibiendo el aplauso de científicos del momento, como su compatriota Regnier de Graaf, el médico y anatomista que mostró los descubrimientos de van Leeuwenhoek en  la Royal Society londinense. Mentiríamos si dijésemos que el reconocimiento fue unánime, la  sociedad científica era elitista y algunos no veían con buenos ojos que un advenedizo sin estudios  universitarios que solo hablaba neerlandés entrase en su círculo cerrado. 

 

Aun así, en 1680, Antoine van Leeuwenhoek fue nombrado miembro de la mencionada Royal Society,  y se cree que fue también ese mismo año cuando enfocó una de sus lentes en la cerveza. Los  cerveceros sabían que existía un elemento que hacía que el líquido en el que habían macerado un  cereal se convirtiese en una bebida con alcohol. Van Leeuwenhoek fue el primero en observar con un  microscopio ese fermento y ver la forma en la que se comportaban unas pequeñas manchas  circulares que se unían a otras formando grupos mayores y producían algo que él creía eran burbujas  de aire. 

 

Pasarían casi 200 años hasta que se postulase que esos microorganismos eran seres vivos y se  comprendiese la función que realizan en la naturaleza, pero el holandés contribuyó como pocos al  debate e inspiró a otros a la hora de aplicar los avances técnicos a la investigación. 

 

En su haber no solo encontramos una curiosidad infinita, un talento indiscutible para la mecánica o  ser el primer humano en ver con sus propios ojos seres unicelulares, bacterias, glóbulos rojos y  espermatozoides.  

 

Van Leeuwenhoek fue además una persona modesta y poco interesada en lo económico, algo que desconcertaba a muchos y despertaba un enorme interés entre los poderosos, recibiendo a lo largo  de su larga vida —falleció con 91 años— la visita de nobles e importantes gobernantes a los que  encandilaba con esa pasión tan propia de los cerveceros.