18 de enero de 1871
Los orígenes de Alemania como nación los encontramos en el Sacro Imperio Romano Germánico. Aunque esta amalgama de 500 estados independientes nunca tuvo como objetivo fundacional convertirse en una nación, las regiones de habla y cultura común fortalecieron los vínculos durante su vigencia. La Guerra de los Treinta Años (1618-1648) y la posterior configuración de Prusia como potencia marcarían el fin del Sacro Imperio, pero la vocación de caminar juntos de algunos de sus integrantes no se diluyó. El Congreso de Viena de 1815 dio un impulso no buscado a ese objetivo con la creación del Deutscher Bund, una fallida confederación de 39 estados de habla alemana que se esperaba actuase de amortiguador entre Prusia, Austria, Francia y Rusia, las potencias continentales del momento.
Aún sin buscarlo, pensadores e intelectuales liberales aportaron su granito de arena al proyecto común, enfatizando la importancia de la educación, la tradición y sobre todo la unidad lingüística, valores sobre los que se construiría el proyecto común germano.
Proclamación del Imperio alemán de Anton von Werner. Expuesto en el Museo Bismarck de Friedrichsruh.
Independientemente de las intenciones políticas, la actividad comercial, económica y legislativa de la región de habla germana se fue fortaleciendo. Especialmente importante resultó la unión aduanera prusiana de 1818, la Zollverein, que amparó a otros estados alemanes, consiguiendo reducir la competencia y la colaboración entre ellos. De la Zollverein sacaron partido muy especialmente los cerveceros del sur de Alemania, Baviera junto a Hesse-Darmstadt, y Wurtemberg fueron de los primeros en unirse al reino de los Junker para crear una zona de aranceles unificados.
Bajo todas estas premisas llegamos al 18 de enero de 1871, tras una apabullante victoria sobre Francia en la Guerra franco-prusiana se crea el Imperio Alemán. El lugar elegido es especialmente simbólico: en el Salón de los Espejos del Palacio de Versalles los príncipes de los estados alemanes proclaman emperador a Guillermo I de Prusia, pero el
auténtico poder en la sombra seguirá siendo Otto von Bismarck, que conseguirá unificar oficialmente Alemania en un estado nacional integrado política y administrativamente. Las tensiones internas son evidentes, pero el hábil “canciller de hierro” actúa con maestría y se inicia un período de gran desarrollo en todos los campos.
El militarismo es uno de los pilares del nuevo estado, pero la industria, el comercio y el transporte no se quedan atrás. La cerveza no permanece al margen y fabricantes de todo el país se benefician de una excepcional red ferroviaria, de los activos puertos del Mar del Norte y de la creatividad de las universidades. Estilos locales como la Bock o la Märzenbier se exportan a todo el mundo, pero será con sus Lagers con las que Alemania cambiará el mundo de la cerveza. Sus poderosas empresas metalúrgicas fabricarán una buena parte de las calderas que se instalarán durante varias décadas en todo el planeta y desde Baviera, de la mano de Carl von Linde, llegará la refrigeración artificial.
Desarrollada en colaboración con el cervecero muniqués Gabriel Sedlmayr de la cervecería Spaten, las primeras máquinas productoras de frío comenzarán a operar en 1874, garantizando la producción de cervezas de baja fermentación estables durante todo el año. A esta estabilidad también contribuirán los equipos de filtrado desarrollados en 1880 en Múnich por el inventor Lorenz Adelbert Enzinger. Por el contrario, la unificación alemana tuvo unas consecuencias penosas para todo lo que no fuese producción a gran escala y diversidad. Pequeñas cerveceras y estilos locales desaparecieron una vez que la Reinheitsgebot o Ley Alemana de la Pureza de la Cerveza entró en vigor en todo el país. Aún así, los bávaros no consiguieron que su aplicación fuese muy estricta hasta 1906. En 1893, el Tribunal Regional Superior de Núremberg absolvió a un cervecero acusado de vender cerveza en mal estado. Al parecer, durante el proceso el cervecero había dejado caer un gato en la cuba de macerado que murió y quedó casi completamente disuelto. El tribunal declaró que era legalmente irrelevante que el consumo de dicha cerveza pudiera causar pena. Sin embargo el Tribunal Imperial de Justicia revocó el fallo del tribunal de Núremberg y sostuvo que la cerveza no era válida, sarcásticamente sostuvo que el tribunal de primera instancia podría determinar qué constituía cerveza en mal estado solo si definía cerveza normal y que debería haber
preguntado si los residuos de gato era un ingrediente aceptado por la Reinheitsgebot.
El káiser Wilhelm I. Fotografía de Wilhelm Kuntzemüller