Desde mediados de octubre y hasta Acción de Gracias, muchos cerveceros lanzan una receta que incluye la calabaza entre sus ingredientes. Es una tradición que recuerda las cervezas que produjeron los primeros colonos llegados a Norteamérica y se encontraron con la dificultad de hacer crecer cereales en unas tierras en las que abundaban las calabazas. Este fruto serviría como materia fermentable en los inicios de la actividad cervecera en el Nuevo Mundo y en los momentos en los que hubo restricciones en el suministro de grano.
Algunos historiadores creen que los peregrinos que en 1620 zarparon hacia América a bordo del Mayflower ya conocían la calabaza. Lo corrobora que la primera mención a las calabazas americanas en Europa se remonte a 1536, y que solo dos décadas después ya se cultivasen en Europa Central y en Inglaterra.
Además de usarse en la producción de cerveza, las calabazas coloniales se introdujeron en la dieta básica de los asentamientos, pero todo indica que actuaba más como sustituto o alimento de último recurso que como un bien preciado. En los diarios de personajes tan importantes en la vida colonial como Edward Johnson de Massachussets o Adriaen van der Donck de Nueva Ámsterdam se mencionan repetidas veces.
El primero destacaba que a medida que Nueva Inglaterra prosperaba, en lugar de los antiguos pasteles de calabaza, la gente cocinaba tartas de manzana, pera y membrillo. Parece que ese cambio de gustos fue algo temporal y varias décadas después la calabaza volvió a las cocinas, ocupando un lugar privilegiado en la repostería estadounidense y en la imaginería de fiestas con tanto arraigo como Halloween.
Todos los aficionados a la cerveza saben que una de las zonas con mayores plantaciones de lúpulo del mundo es el Yakima Valley, en el Estado de Washington. De ahí han salido los conos de Cascade y Centennial que han configurado la american craft beer, pero esas fértiles tierras también son conocidas por ser unas de las mayores áreas productoras de calabazas del mundo. En algunos casos, los cerveceros artesanos adquieren las calabazas que usarán en sus Pumpkin Beers en granjas cercanas a las plantaciones de lúpulo. Las calabazas se comienzan a recoger apenas unas semanas después del lúpulo, en el inicio del otoño, para ser inmediatamente enviadas a los mercados de Estados Unidos, donde serán usadas en la preparación del pastel de calabaza.
Las recetas de este dulce son tan variadas como antiguas. La Biblioteca del Congreso y el Smithsonian han recopilado varios centenares de ellas. Las más antiguas provienen de recetarios franceses e ingleses, destacando el Gentlewoman’s Companion de 1670 de la británica Hannah Woolley. El referente autóctono sigue siendo una de las dos que en 1796 recogió Amelia Simmons en su American Cookery, el primer libro de cocina escrito por una estadounidense y publicado en el país.
Para hacer un pumpkin pie era necesario partir de calabaza horneada y triturada. Después debía mezclarse con huevos, azúcar, nata, a veces melaza, y algunas de las especias populares en las colonias en ese momento: jengibre, nuez moscada, clavo, macis o cardamomo. La receta no varía mucho de la que se prepara en taprooms y brewpubs durante la temporada de las cervezas de calabaza.
El maridaje clásico propone acompañar esas recetas con una porción pumpkin pie ya que pastel y cerveza suelen compartir especias, pero cada vez son más los especialistas que sugieren combinaciones más atrevidas. Una buena opción de introducción sería una Weissbier en la que el clavo esté potenciado porque armoniza perfectamente con la tarta. Después podríamos irnos al contraste con una IPA, consiguiendo que el amargor atenúe los dulces; incluso una Lambic tradicional con frutas se comporta muy bien. Por último, no debéis perderos la combinación con una cerveza negra —tanto ahumada como achocolatada o cafetera—.
Esta última es recomendable dejarla para el final e incluso complementarla con manzanas de caramelo, otro postre muy típico de Halloween.